A 15 años de la ley de matrimonio igualitario en Argentina, es hora de mirar más allá del símbolo: cómo se reorganizó el acceso a derechos, especialmente en el mundo del trabajo.
Por Mariano González King
Este 15 de julio se cumplen quince años de la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario en Argentina. Sin dudas, fue una conquista histórica para la comunidad LGBTI+, celebrada como un reconocimiento del amor entre personas del mismo sexo. Este triunfo fue un parteaguas en términos simbólicos, que permitió sacarde la clandestinidad cultural a parejas y familias enteras. Aún más, esta ley fue la piedra angular para acceder a derechos de las personas no heterosexuales.
La ficha que cayó en 2010 inició un efecto dominó. Lo que empezó como una ley sobre el matrimonio obligó a repensar muchos otros aspectos de la vida social: el acceso al cuidado, las licencias, las maneras de formar una familia, los modos de acompañar a las infancias, el lenguaje institucional, las políticas laborales. Quince años después, seguimos viendo cómo ese dominó sigue en marcha.
Lo que está en juego no es solo la legalidad de un vínculo, sino la forma en que la sociedad organiza la vida. La familia no es solo un asunto privado: es una institución central, que define cómo se reparte el tiempo, el trabajo y el cuidado. Durante mucho tiempo, esa organización estuvo basada en una división binaria: por un lado, el trabajo productivo, remunerado y valorado (fuera del hogar, asociado a los varones); por otro, el trabajo doméstico y de cuidados, no pago, invisibilizado y ligado a las mujeres cis.
Reconocer nuevas formas de pareja y familia pone en cuestión ese modelo. Si las familias ya no son todas iguales, entonces el reparto de derechos y tareas tampoco puede ser el mismo de siempre. La igualdad no termina en el Registro Civil: empieza ahí.
Familias diversas, cuidados diversos
Un prejuicio común hacia las parejas del mismo sexo se expresa en las frases del tipo “hagan lo que quieran, pero no en frente mío”, recluyendo al ámbito privado, casi un ámbito de secreto, la construcción de vínculos. Esa idea, lejos de ser neutral, carga con un fuerte sesgo heterosexual: mientras las demostraciones públicas de afecto, familia o pareja entre personas heterosexuales son naturalizadas y hasta celebradas, las de las personas LGBTI+ suelen ser vistas como “excesivas”, “innecesarias” o “provocadoras”.
Este doble estándar no es casual: es una huella de la clandestinidad a la que históricamente fue forzada la vida LGBTI+, con vínculos que solo podían vivirse puertas adentro, en silencio o en código. Esa marca todavía persiste en muchas prácticas laborales y políticas institucionales.
La ley de matrimonio igualitario vino a correr ese velo. Al reconocer legalmente a las parejas del mismo sexo, obligó a hacer visibles esos vínculos y sus consecuencias sociales y económicas. El acceso a derechos es un asunto público, y especialmente laboral. Las políticas laborales —licencias, beneficios, seguros, permisos— están construidas en torno a ciertos modelos de familia. Modelos que, durante mucho tiempo, dejaron afuera a todas las configuraciones que no se ajustaran a la lógica cis, heterosexual y con roles definidos por género.
Por eso es fundamental insistir: los vínculos no son solo una decisión íntima, son una base material desde la que se accede —o no— a derechos. Invisibilizarlos es excluir. Reconocerlos, en cambio, es una forma concreta de igualdad.
Uno de los mayores aportes del matrimonio igualitario fue abrir la puerta al reconocimiento de familias diversas: no solo nuevas configuraciones de pareja, sino también nuevas formas de crianza, parentesco y cuidado.
Esto tiene consecuencias profundas para el mundo del trabajo. Porque si la familia cambia, las políticas laborales también tienen que cambiar: ya no alcanza con licencias diseñadas solo para “la madre que gesta” y “el padre que acompaña”. Las familias LGBTI+ muestran que los roles de cuidado no dependen del sexo asignado al nacer ni de un lazo biológico, sino de los vínculos, las responsabilidades asumidas y los proyectos compartidos.
Desbiologizar la idea de familia implica reconocer que una persona puede ser madre o padre sin haber gestado, que puede haber dos madres, dos padres, u otras configuraciones familiares. Implica entender que el cuidado no es solo una función natural, sino un trabajo sostenido en el tiempo, que necesita reconocimiento, tiempo y recursos.
Desheterosexualizar implica dejar de asumir que hay una sola forma de organizar la crianza, y que esa forma está dada por el modelo tradicional. Las familias LGBTI+ nos muestran que hay muchas formas de cuidar, acompañar, criar, maternar o paternar.
Reconocer las familias diversas implica también nombrar y acompañar esos procesos: la adopción, la reproducción asistida, las transiciones de género, el armado de redes de cuidado por fuera de la familia biológica. Significa que la vida cotidiana de las personas LGBTI+ entre por la puerta del trabajo formal sin tener que traducirse ni disfrazarse para encajar.
Salir del clóset aún implica exponerse a un riesgo
La ley puede haber habilitado el matrimonio igualitario, pero eso no significa que las personas LGBTI+ estén protegidas en su vida cotidiana, y mucho menos en el trabajo. Al contrario: la visibilidad todavía tiene un costo alto. Y a veces, muy alto.
Según el informe Inclusión en alerta (Grow – género y trabajo y MundoSur, 2024), el 96% de las personas LGBTI+ encuestadas reportaron haber sufrido algún tipo de violencia laboral. La forma más frecuente fue la violencia psicológica —comentarios humillantes, burlas, desautorizaciones, rumores—, seguida por la violencia simbólica, que se expresa en chistes, exclusiones sutiles, negación de la identidad, estereotipos y microagresiones cotidianas.
Pero hay algo aún más alarmante: el estudio mostró que la violencia sexual en el ámbito laboral hacia personas LGBTI+ duplica la tasa que sufren las personas heterosexuales. Esto no solo revela un contexto de vulnerabilidad estructural, sino también la persistencia de una lógica que fetichiza, hipersexualiza o castiga corporalmente las identidades que se desmarcan de la norma.
En lugar de ser una garantía de derechos, salir del clóset sigue siendo, en muchos casos, un factor de riesgo laboral. El informe da cuenta de que el temor al despido, al estancamiento profesional o a la exclusión en equipos de trabajo todavía fuerza a muchas personas a ocultar su orientación sexual o identidad de género. Es decir: a negociar su identidad para poder sostener un ingreso.
Esto pone en evidencia un desafio clave: es necesario reconocer legal y formalmente los vínculos y las familias diversas, pero también es urgente trabajar en una profunda transformación cultural de prevención y erradicación de la violencia y discriminación hacia el colectivo LGBTI+.
Reconocer los vínculos, como hace la ley, es un paso necesario. Pero solo será suficiente cuando eso no exponga a las personas a una violencia mayor. Porque los derechos no pueden ser una puerta que, al abrirse, empuje al abismo.
El rol de las instituciones: del reconocimiento legal a la igualdad estructural
A quince años de la sanción del matrimonio igualitario, el verdadero desafío es cómo las instituciones traducen esa igualdad jurídica en políticas concretas. Si las leyes abrieron la puerta, todavía hay muchos espacios donde esa puerta sigue cerrada.
Los derechos necesitan instituciones que los garanticen. Y en ese sentido, el mundo del trabajo sigue teniendo deudas importantes: formularios que no contemplan identidades no binarias, beneficios que excluyen a familias diversas, protocolos que ignoran la realidad de las personas trans, lesbianas o gays que maternan o paternan, políticas de prevención efectiva de la violencia laboral por identidad de género u orientación sexual.
Este debate, 15 años después de aquella sanción, se da en un terreno que nunca parece del todo ganado. Nos encontramos en una coyuntura global en la cual vuelven a crecer discursos y medidas anti-LGBT+ en las más altas esferas de poder como también en los rincones de las redes sociales. Hoy sostener, comunicar, festejar una posición clara respecto al respeto irrestricto a los derechos humanos de la comunidad LGBTI+ es una necesidad y un mensaje contundente, en tiempos en lo que no es necesariamente sencillo.
Las instituciones tienen una responsabilidad activa. No alcanza con no discriminar. Hace falta revisar normas, capacitar equipos, modificar formularios, crear protocolos, abrir licencias, garantizar beneficios. Desde los Estados hasta las empresas, desde los sindicatos hasta las obras sociales: todas tienen algo que transformar.
Quince años después, el trabajo también debe salir del clóset
El matrimonio igualitario fue una ficha clave: Abrió puertas, sí, pero también dejó en evidencia todo lo que había detrás: estructuras laborales, familiares e institucionales construidas sobre la exclusión, el silencio y la norma heterosexual.
Las personas LGBTI+ son parte de una comunidad que tiene un potencial de enorme talento y que se encuentra mirando al mundo del trabajo con ojo crítico. La atracción y retención de esta población está profundamente atravesado por la posibilidad de trabajar con autenticidad y seguridad, para desplegarse en plenitud.
El trabajo también debe salir del clóset. Reconocer no es tolerar: es transformar lo que está dado para hacer espacio a lo que históricamente fue marginado. Y ahí está la oportunidad de este aniversario: no solo mirar hacia atrás para celebrar lo conquistado, sino mirar hacia adelante para asumir lo que todavía falta.