Ni en la semana del 25N las mujeres tenemos paz.
Por Camilla Barroso, integrante del área de Violencia laboral
El viernes 28 de noviembre, en una institución técnica y universitaria muy conocida de Río de Janeiro, ocurrió una tragedia: Allane de Souza Pedrotti Matos, directora pedagógica, y Layse Costa Pinheiro, psicóloga, fueron asesinadas a balazos en sus espacios de trabajo por un compañero que luego se suicidó. Algunas notas de medios brasileños presentan relatos de colegas y amigas de las víctimas que afirman que el asesino expresaba rechazo a la autoridad de las mujeres, un dato que no puede pasar inadvertido en un contexto donde el liderazgo femenino sigue siendo cuestionado de múltiples maneras. También se supo que el asesino había estado apartado de sus funciones por razones psiquiátricas y luego reincorporado. Este dato no debe interpretarse como causa, la enfermedad mental no explica ni justifica la violencia de género, pero sí revela la ausencia de protocolos institucionales para evaluar riesgos y resguardar a quienes estaban sufriendo persecuciones y siendo deslegitimadas en su rol.
Quienes trabajamos y estudiamos temas de género y su relación con el mundo del trabajo solemos escuchar que “las resistencias están bajando”, que “las barreras para las mujeres en posiciones de liderazgo son cosa del pasado”. Sin embargo, este caso vuelve a mostrarnos, de la manera más cruel posible, cuán lejos está esa afirmación de la realidad. A veces se reconocen las dificultades para que las mujeres accedan a espacios de poder, pero no los costos que enfrentan quienes ya están allí. La autoridad femenina sigue siendo deslegitimada, interpelada y, en ocasiones, profundamente hostilizada. Y este patrón no se limita a un ámbito en particular: hace pocas semanas, la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, fue acosada en plena vía pública, recordándonos que la violencia hacia las mujeres no desaparece con el cargo, la trayectoria o la jerarquía. Incluso en las posiciones más altas, la violencia no solo persiste, sino que muchas veces se agrava.
Nombrar lo ocurrido como un femicidio en contexto laboral es indispensable. No se trata de una categoría simbólica, sino de una forma de exigir una investigación con perspectiva de género, producir datos que no borren a las víctimas y reforzar la necesidad de que las instituciones, además del Estado, cuenten con políticas y protocolos claros frente a situaciones de violencia, amenazas o señales de riesgo. Esto implica políticas y protocolos internos, formación, mecanismos de denuncia accesibles y acciones tempranas que eviten que conflictos o resistencias se conviertan en situaciones de violencia. Y acá no importa si la situación es sutil o grave: es clave actuar desde el primer indicio para evitar que la situación escale y termine como en este caso.
Mientras tanto, Brasil aún no ha ratificado el Convenio 190 de la OIT, un instrumento clave para garantizar ambientes laborales libres de violencia y acoso. Su ausencia contrasta con la necesidad urgente de fortalecer marcos normativos y prácticas institucionales que protejan a trabajadoras y trabajadores frente a situaciones que, como vimos, pueden escalar de forma drástica.
Las mujeres no estamos seguras en la calle, en la política, ni tampoco en nuestros lugares de trabajo. Y mientras la violencia siga naturalizada, ninguna posición de autoridad nos resguarda por completo.
Que Allane y Layse sean recordadas por la vida y la trayectoria que construyeron. Y que sus vidas nos convoquen a revisar en serio nuestras prácticas institucionales y asumir la responsabilidad de garantizar entornos laborales donde la violencia no tenga lugar.


